Lilith

Lilith

domingo, 28 de diciembre de 2014

martes, 11 de noviembre de 2014

VISIONES DE CODY (Jack Kerouac, 1951-1952)


Tiene algo de fundacional toda la obra de Kerouac, en ese imaginario colectivo, que incesantemente remite a las “visiones” de la forja de América. Como Ford retrataba el inicio y fin de una era, Kerouac hace lo propio con su generación. Quizá Visiones de Cody no tenga la calidez de En el camino, ni el misticismo de Los vagabundos del Darhma. Trazando una analogía con su adorado Joyce podríamos decir que, si las últimas citadas son Dublineses, Visiones de Cody es Ulisses. Pues se compone de retazos que distan entre si no solo cronológica, sino también estéticamente. En el libro, las ideas se convierten en espacio y tiempo, es decir, en realidad. Una realidad alterada y subjetiva pero a su vez icónica.
En las casi 600 páginas de Visiones de Cody, Kerouac utiliza diferentes recursos narrativos que van desde las descripciones clásicas, al monólogo interior o la trasncripción de diálogos grabados, pero también se nutre de recursos cercanos al cine, en las descripciones de planos y en la utilización de la simbología (sin contar las alusiones directas que van desde Preston Sturgues a Leisien), y a la música, en un conjunto de estructuras (o capas) que se van repitiendo con notables variaciones. Por que al fin y al cabo, la obra de Kerouc se compone de muchos caminos que van a dar a uno solo. La razón de un camino, es la razón del caminar. La búsqueda de lo intangible a través de la propia fisicidad humana, de un acto mecánico que nos advierte de nuestra condición efímera, pero que a su vez intenta discernir un por qué compasivo a su propio devenir. Porque todo se resume en alcanzar una liberación, y no una liberación fisica, sino espiritual, a través de un recorrido que soslaya lo ajeno, con el tiempo como único enemigo en una batalla quijotesca por alcanzar una sinfonía en que las notas resuenen eternamente.

Kerouac se podría asemejar a esos genios malditos como Nicholas Ray, Samuel Fuller, Charles Bukowski o Thomas Bernhard que parecen no vivir en el mundo sino nutrirse directamente de él. El mundo de Visiones de Cody esta plagado de alcohol, drogas, carreteras, viejos Cadillacs corriendo al son de los acordes de John Coltraine y la geografía americana, de las imponentes urbes al desierto, de los cálidos veranos en México a las tardes lluviosas en San Francisco. Parece abarcarlo todo y dar a cada situación el detenimiento justo según el momento, de esta manera podemos ver como en ocasiones solo requiere de dos párrafos para finiquita un viaje de Boston a Los Ángeles, mientras que otras veces necesita páginas para hablar de un porro concreto o de una borrachera. También las elipsis juegan un papel importante en la pulsión interna de la obra, ya que ejercen el papel de fracturas temporales que en ocasiones sirven para dilatar el tiempo o para acelerarlo, quizá influencia directa de su admirado Proust. Pero por encima de toda su apabullante destreza narrativa o de los múltiples juegos formales, lo más paradigmático de Kerouac a mi parecer es el aire de nostalgia que impregna toda su obra, ese sentir por la fugacidad del tiempo en una generación crepuscular desde la cuna, y una tenue ingenuidad que hace que todas las cosas sean narradas (y vividas) como si fuese la primera y la ultima vez.
Adiós, tú que viste caer el sol junto a las vías, a mi lado, sonriendo-
Adios, Rey.


EL RELOJ ASESINO (John Farrow, 1948)



Como tantas películas de la época dorada de Hollywood, esta es la película de un crimen, y de un falso culpable que luchará hasta su último aliento por demostrar su inocencia. Protagoniza la cinta un correcto Ray Milliand (quien trabajó a las ordenes de Hitchcock, Tourneur, Wilder, Cukor, Leisen...), junto a Maureen O'Sullivan y al gran Charles Laughton. La película es una adaptación de una novela de Kenneth Fearing, y en 1987 conocería una nueva adaptación con No hay salida, película de Roder Donaldson protagonizada por Kevin Costner y Gene Hackman.

La película se inicia con una panorámica de la ciudad de Nueva York por la noche ligeramente contrapicada, y poco a poco va cerrando el plano hasta introducirse en el interior de uno de los edificios de oficinas en el que el protagonista de la película se pregunta casi agonizante como ha podido llegar a su situación. “Todo comenzó hace 36 horas” nos dice la voz en off antes de adentrarse en un verdadero tour de force repleto de engaños.

Poco he podido ver de su director, John Farrow: Las fronteras del crimen, Donde habita el peligro, Mil ojos tiene la noche, y la que nos ocupa. Todas ellas ejemplares ejercicios de cine negro clásico, pero quizá es esta última la más peculir de todas ellas. La secuencia de abertura antes descrita se convierte en una declaración de intenciones en cuanto a lo que a puesta en escena se refiere, recurriendo constantemente a los planos secuencia de larga duración que se deslizan al compás de sus personajes en unos escenarios que recurren solo en parte a la iconografía del genero. Porque quizá uno de los elementos más llamativos es su distanciamiento (por lo menos durante la primera parte de la película) con la estética del genero. Las oficinas donde transcurre parte de la acción son un elemento arquitectónico de esta estética distante que por momentos recuerda más a El apartamente, o a ciertas películas de Tatti que al cine negro de la época (por ejemplo las películas de Lang o Preminger). Solo en los últimos minutos se sumerge por completo en el género, y quizá todo lo que lo antecede sea lo más peculiar de la película. Las secuencias se dilatan y la trama se va tejiendo muy lentamente para acelerar en el último tercio, esto crea un contraste muy marcado que le confiere algo de frialdad. Como si de una comedia de periodísmo, se pasara al thriller. Algo que personalmente considero un acierto que le da otro punto de vista. Se podría decir que pese a que su historia es puramente cine negro, ni la manera en la que filma los espacios en los dos primeros tercios, ni la estética propia de estos espacios, ni sus recursos humorísticos (impagable la secuencia de la dibujante abstracta) son habituales del género.


Cabe destacar, casi a modo de curiosidad, la constante presencia del relojes a lo largo de los 90 minutos. Y no solo como elemento decorativo, sino que se podría entroncar con los escenarios de la acción en ese sentir casi mecánico. Un reloj se convierte en instrumento del crimen, un reloj será una de las pistas a segur, otro reloj será el encargado de desvelar el escondite del protagonista...

domingo, 10 de agosto de 2014

FLAMMES (Adolfo Arrieta, 1978)


Quizá el más llamativo de todos mis descubrimientos cinematográficos de los últimos meses sea esta extraña e inclasificable película, del aun más inclasificable Adolfo Arrieta (o Adolpho Arrietta, Vdolfo Arrieta o Udolfo Arrieta, pues parece ser que cada obra la firma con un nombre distinto). Nacido en Madrid en 1942, Arrieta es considerado por muchos como unos de los cineastas de vanguardia más radicales y visionarios de la segunda mitad del siglo XX. Admirado por gente como Marguerite Durás, Philippe Garrel, Jonas Mekas, Serge Bozon o Stephen Dwoskin, es práticamente desconocido en España fuera de los círculos de las filmotecas y salas de arte y ensayo. Lo cual da una idea del estado de la cinefilia en nuestro país.
El argumento de la película es sencillo: Una niña tiene la visión nocturna de un bombero entrando por la ventana de su habitación. Años después, convertida ya en una joven, volverá a la casa familiar con la intención de forzar ella misma aquella aparición.
Una de las cosas a reseñar es que la versión que yo he visto es la de 82 minutos, seis minutos menos que la primera, de 1978, y cuatro que la reeditada en DVD recientemente. Cabe destacar que ha sido el propio Arrieta quien ha modificado personalmente sus películas tras posteriores visionados, lo cual es algo curioso, ya que le da un carácter de ente vivo ligado al devenir del tiempo sobre su propio autor.

Resulta llamativo, que el único largometraje de Arrieta que he podido ver, se trate de una película visualmente tan clásica, casi académica, en un sentido estético que lejos de banalizarla, le confiere una fuerza especial. La mayoría de los planos son fijos y cuando hay un movimiento de cámara siempre es sobre el mismo eje, y de manera pausada. Igual que las interpretaciones, sin estridencias, muy físicas (en un sentido netamente presencial), pero muy distantes, por ejemplo, del Bresson posterior a Pickpocket que carga toda la representación en la fisicidad de sus modelos. Más cercano quizá, al Oliveira de Vale Abraão, aunque igual esta apreciación viene condicionada por la forma en que tanto Arrieta en Flammes, como Oliveira, filman el rostro de su protagonista femenina, verdadero epicentro emocional del relato.

También sorprende de la puesta en escena, el uso de los colores, sobretodo del rojo. Creo que el surgir del elemento fantástico dentro del relato tiene mucho que ver con el uso de los colores y los contrastes que va creando. El rojo intenso de los títulos del inicio, los sofás, las paredes, la bata de la protagonista y su padre, el vestido con el que baja a la cena, el fuego… es todo muy onírico. Parece casi un giallo de Argento.

Flammes busca la intriga a través de lo elusivo, de lo que se espera por apuntado, no por revelado. Es una película que se mueve en la superficie, pero esa superficie es tremendamente rica, ya que funciona por la evocación a través de unas imágenes vírgenes en constante baile, que orbitan la metempsicosis entre los sueños y la realidad. Así podemos ver que es un cuento, sin ser infantil; que es enigmática sin ser críptica; que tiene parte de fábula, sin ser fantasiosa; de intriga sin misterio; y erotismo sin explicitar. Una película bellísima.



Adjunto enlace para ver la película en VO con subtítulos en italiano:
Flammes (1978)


jueves, 26 de junio de 2014

TODAS LAS ALMAS  (Javier Marías, 1989)


Todas la almas es la segunda novela que leo de Javier Marías tras la imponente, y cronológicamente posterior, Mañana en la batalla piensa en mi.
Aquí el autor también recurre a una narración en primera persona, en la que un álter ego hace las veces del propio Marías. La narración se va articulando en torno a las observaciones constantes del protagonista en un número de escenarios relativamente reducido a los que va ordenando sin ningún patrón cronológico. Trata sobre las experiencia profesionales y humanas que durante dos años compartió el protagonista mientras daba clases de literatura española en Oxford, y se inicia en un tiempo futuro a donde acuden sus recuerdos. Las primeras páginas de ese retorno temporal están escritas en pasado, pero avanzado el libro, y de manera casi imperceptible va cambiando al presente, se podría decir que para Marías, por lo menos en este libro, el recuerdo es en si mismo la vivencia.

Hay un pasaje muy bonito en el libro, en el que el protagonista se encuentra con una mujer en el tren sin entrar apenas en contacto con ella, después se separan. Quizá no sea su inspiración, pero hay una secuencia de Ciudadano Kane a la que es inevitable referirse: aquella en la que uno de los entrevistados por el periodista que está intentando dar forma a la figura de Charles Foster Kane, habla sobre una chica con la que se cruzó durante un segundo en una estación (podría ser en el puerto, no lo recuerdo bien) y que según él no pudo olvidar ni un solo día de los siguientes cincuenta años. El fragmento de la película, escrito por Herman Mankiewicz (hermano del genial director Joseph L. Mankiewicz), resume la esencia de esta. Y algo parecido podría decirse de la novela que nos ocupa. Esas almas no son personas, tampoco personajes en un sentido físico, sino proyecciones fantasmales, sombras, como para el anciano Will (el portero del inicio del libro) lo son las personas a las que día a día confunde con las de su propio recuerdo. No me parece osado aventurar que quizá si pudiesen resonar los ecos de esa secuencia en la cabeza de Marías al escribir ese momento, teniendo en cuenta también las constantes alusiones a Campanadas a medianoche (tambien de Welles) en Mañana en la batalla piensa en mi.

El principal hilo conductor de la trama, más allá del propio lugar, es la relación del protagonista con Clare Bayes, una compañera de trabajo casada y con un hijo (al igual que la mujer que con su muerte daba inicio a Mañana en la batalla piensa en mi). No se trata de una relación romántica al uso, sino de una relación de mutua dependencia, hasta que la enfermedad del hijo de Clare provoca un distanciamiento finalmente irresoluble. Es en ese momento cuando el protagonista se muestra vulnerable, herido, y se enamora de aquello que no puede poseer. Igual que los héroes de Balzac se entregaban en alma a su amada renegando a un porvenir que siempre estaba por venir. La separación de la pareja es quizá el fragmento más emotivo de todo el relato, y no solo por lo narrado (en especial con la confesión de su pasado por parte de Clare), sino por el tono íntimo en el que está descrito. La cercanía de los personajes, los detalles sobre las copas que beben y los cigarrillos que fuman, la descripción del lugar en el que transcurre, y sobretodo los movimientos de los cuerpos y las miradas... es asombrosa la capacidad de Marías para dilatar el tiempo otorgándole a los detalles el poder de la evocación. De esta manera la posición de un cuerpo sobre la cama puede remitir a un tiempo pasado con el que se funde en un amasijo de recuerdos a los que su protagonista intenta transformar en palabras.

Otra de las virtudes de la obra es el retrato de Oxford, visto como un espacio jerárquico en el que los cotilleos y las formas mantienen el orden dentro de sus muros. Oxford existe como un lugar fuera del tiempo, el lugar de la imposibilidad para el forastero, el lugar de lo efímero, como la chica que se cruza en el tren, como Muriel, como Clare, o como el moribundo Cromer-Blake. Son figuras ancladas a un espacio y un lugar, ajenas al Madrid desde donde se narra todo en el año 89.

Quizá uno de los elementos que hacen más disfrutable aun su lectura es su sentido del humor. Es en esa unión donde Marías mejor se desenvuelve, porque aun dándole un tono ameno y divertido consigue hacer una novela novela con infinidad de recovecos psicológicos y emocionales.


Para el recuerdo queda la descripción de la cena de los profesores de la universidad, en la que ordenados minuciosamente en sus mesas tienen que repartir sus atenciones en fragmentos temporales establecidos a los comensales que tienen a ambos lados.

martes, 3 de junio de 2014

AMOR DE PERDIÇAO  (Manoel de Oliveira, 1979)


La novela, publicada en 1862, había sido escrita durante la estancia de Castelo Branco en la carcel por una acusación de adulterio, y se centra en la historia de amor entre Simón Botelho y Teresa de Albuquerque. El destino trágico, el azar, las pasiones secretas y confesas o la fatalidad son algunos de los elementos que dan forma a esta obra memorable, y que Castelo Branco utiliza para tejer un mosaico de personajes que partiendo de un marcado realismo adoptan rápidamente el carácter alegórico.

Oliveira toma el original de Castello Branco, de apenas 200 páginas, y la convierte en una película en seis episodios de 45 minutos. Esta división por capítulos responde más a motivos de difusión televisiva que a un interés del autor por fragmentar su película, pues fue el propio Oliveira quien sugería que su película debía verse seguida. Algo que quien escribe estas lineas reconoce no haber hecho.

Una de las cosas más llamativas de la película es su ausencia de sentido del humor, algo que en el libro si está muy presente, sobretodo en sus primeros y vertiginosos capítulos en los que se contextualiza el transcurso de los acontecimientos. Oliveira no solo obvia completamente el elemento irónico de Castelo Branco, sino que solemniza todo cuanto narra. Ya no solo por la idea, en mi opinión acertada, de dilatar el metraje hasta las cuatro horas y media, sino porque deshumaniza a los personajes a los que otorga un aspecto casi fantasmagórico. Y es en ese deambular fantasmal donde Oliveira logra el punto fuerte de su película, con una puesta en escena inspirada principalmente en la pintura, pero también en el teatro y en Bresson (sobretodo en las interpretaciones de los actores, más cercanas al concepto de representacion de los modelos bressonianos que a la interpretación teatral clásica), Dreyer (muchos de los planos de Teresa recuerdan inequívocamente a los de Gertrud), y Sirk (la irrupción del melodrama, sus personajes zarandeados por el incierto destino...).
Un elemento llamativo de esta película es la manera exquisita con la que Oliveira enlaza planos. Pondré como ejemplo uno de los últimos momentos del primer episodio, en el que Teresa es castigada por su padre a la reclusión en un convento. Un plano de conjunto nos muestra a la joven frente a la figura de su padre. Ella a la izquierda y el a la derecha se miran fijamente, pero una ligera inclinación hace que podamos ver la cara de ella mientras la de él se mantiene medio oculta. Tras unos minutos de violenta charla, la cámara, con un zoom lento y cadencioso se va acercando a la ventana que corona el centro de la habitación, pasando así de un plano de conjunto a un primer plano de esa ventana cerrada justo cuando Teresa ha sido castigada con la reclusión en un convento. El siguiente plano, que aparece tras una pequeña fractura temporal, nos muestra al padre caminando por la habitación mientras en un espejo que enfoca hacia la puerta aparece la imagen de su hija, preparada para aceptar su castigo. El zoom avanza, ahora sí veloz, hasta encuadrar nuevamente a la joven reflejada en el espejo, frente al rostro difuminado de su padre.


Los reflejos, las sombras, la manera de difuminar o enfocar un rostro... todo está limado hasta el último detalle, con una puesta en escena que mece a sus personajes a pesar de su aparente frialdad. Pues si bien es cierta esa frialdad, no lo es menos que por tratar el material que trata se muestra a su vez como una obra desgarrada, como un aullido. Es tan solemne como conmovedora, y es precisamente en la unión de esos puntos donde Oliveira sale victorioso, y va un paso más allá de lo que consiguió Bresson en Cuatro noches de un soñador, donde al final la forma terminaba imponiéndose al fondo.


Resulta una verdadera lástima que la nula difusión la haya convertido, al menos en nuestro país, en una rareza, porque es una verdadera lección de cine, y probablemente una de las mejores película de Don Manoel.


Adjunto enlaces de la obra en versión original con subtítulos en italiano:

https://mega.co.nz/#!6JYXgJpR!UJ8Xgyn-bbYB236pfkU1ROFustUVko74hXuYsFGWZ6A

https://mega.co.nz/#!DdoySbqK!aZIex3BdBbio891DPkwP3ooonaBl_Te7eveG7BQo3qA

https://mega.co.nz/#!jA5VVRAQ!HnZ3Br0cZpNdYFgt-8eBD4jdcu44XwWixu0JfCASd_8

https://mega.co.nz/#!ec4EmIiC!a6aQ2FCKLq1lxjAmteO_ArOtuy2hh-sVh8QBiLhCKDU

https://mega.co.nz/#!mZY1GA6R!BHZePkop40jeGfhP_G82iOBiTugRYAUtqWUO4_vrKkA

https://mega.co.nz/#!2cQG0LDa!t_PEpqq73SbQkg5IXPhC2lu6u4LWK-BZd389h-cBQdc





jueves, 15 de mayo de 2014

TEMA (Gleb Panfilov, 1970)

Kim Essenim es un dramaturgo que viaja en un coche con un amigo, escritor también, y una “discípula”. La película se inicia con planos lejanos de la Rusia rural por donde deambula el coche, y la música de Schubert que da pie al primer conflicto avecina ya el tono casi irónico que empapa la película. Luego aparece esa Rusia de piedras blancas, majestuosa. Imponente. Que irrumpe con voz ajena los pensamientos de Kim. Amigo de la patria, enemigo del estado.

Los primeros cinco minutos son una declaración de intenciones por parte de Panfilov, en lo que a la puesta en escena se refiere, funcionando mediante un conjunto de planos lejanos en la mayoría de las conversaciones, mientras que en los pensamientos se dedica al primer plano. Puede parecer todo muy banal, pero tiene algo extraño que igual tiene que ver con el distanciamiento que adopta para con sus personajes y con la historia. Es como si Kim tomara aire en las escenas de exterior, con un encuadre alejado que en la mayoría de los casos, via zoom, se acerca hasta el personaje (o personajes), y que sirve de contrapunto con las escenas interiores, en las que los planos son mucho más cercanos y cambiantes, y en las que las perspectivas y los reflejos en los cristales le confiere una sensación, no solo estética, sino dramática, mucho más marcada. Los únicos planos exteriores en los que se busca un acercamiento al protagonista son aquellos inequívocamente Godardianos, en los que se le ve de espaldas, mientras la voz en off (presente a lo largo de toda la película, en ocasiones, incluso, reiterativa) recalca alguna de sus muchas divagaciones. Y yo sinceramente si veo un especial interés por el autor en diferenciar los planos exteriores de los interiores, y no solo estéticamente. En el último tercio de la película (concretamente en la que el protagonista va a casa de la chica y al encontrar la puerta abierta decide entrar), se ve un interés enorme por recalcar mediante el plano/contraplano. Los pensamientos de Kim ya no tienen relevancia, y el peso dramático de la secuencia viene por la posición de los cuerpos en un encuadre ya establecido. Es aquí cuando la película adquiere un carácter más teatral, y no obstante, es cuando a mi parecer alcanza el clímax emocional. Es como si Panfilov tuviese que despojarse de los recursos cinematográficos para llegar a su propia verdad, y como si la empatía viniese dada por la posición de los cuerpos , y no por los movimientos de la cámara. No es una película elegante, sino seca y desgarrada. En ese sentido, y atendiendo a la época en la que se rodó, parece que sus influencias tienden más al cine francés de la época, como Garrel en los interiores, Godard o Rivette, y a ciertos maestros norteamericanos como Ray, Peckimpagh, Cassavettes o Bukowski; que a la cinematografía rusa clásica.

martes, 6 de mayo de 2014

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO  (Marcel Proust, 1913-1922)



Mucho tiempo llevo acostándome temprano... en esas horas en las que la mente vuela recapitulando los innumerables sucesos que forman el ser, creo discernir en la literatura la forma verbalizada mediante la cual el hombre intenta atrapar lo intangible, perdurar en el tiempo. La razón de la literatura es responder subjetivamente a preguntas sin respuesta, intentando buscar una verdad. En ese momento en que las hadas del ensueño cubren con un velado halo de placidez el sinsentido de la vida, cuando la inconsciencia nos revela la verdadera significación del yo, en ese punto es donde parece nacer un Proust casi virgen que nos guiará a través de sus vivencias. A mi parecer, En busca del tiempo perdido define mejor que ninguna otra obra lo que la literatura en concreto y el arte en general es capaz de alcanzar, que no es otra cosa que intentar plasmar la vida mediante la observación de unos retazos a los que el tiempo da forma.
La obra de Proust que nace en la infancia y que, inevitablemente termina con la muerte, es un recorrido vital absolutamente autoconsiente, en el que las figuras deambulan como fantasmas con diferentes significados, y que solo mediando el tiempo se concretan. Asi pues, la Gilbert de Por el camino de Swann, no es la misma Gilbert de A la sombra de la muchachas en flor, aunque se trate del mismo personaje, el prisma es diferente, la percepción de Marcel (personaje o autor, tanto da) se modifica a la vez que sus vivencias. La Gilbert idealizada que surge como anhelo del subconsciente se nos revela mas tarde como una mujer pueril, despojada de toda gracia, en la que las cenizas de una pasión ya marchita no son capaces de otorgar algo de luz al recuerdo. Lo mismo que sucede a Albertine, personaje que deambula entre el amor más desgarrado y doloroso, y el aborrecimiento. Solo hay dos personajes sobre los que apenas existen variaciones sustanciales a lo largo de la obra: La madre y la abuela, el origen creador, e idealizado por el propio Proust. De esta forma podemos ver como para el autor, los únicos sujetos en los que las variaciones son intangibles, son aquellos que estaban en el propio origen, y que son vistos no como elementos externos al protagonista, sino como parte de su propio ser. Al ser preguntado Marcel Proust por su ideal de la infelicidad contestó que sería estar separado de mama. Afirmación reveladora que ya anticipaba uno de los segmentos más hermosos de toda su obra, aquel en el que un pequeño Marcel espera paciente en su cuarto a que su madre suba por las escaleras para darle un beso de buenas noches. La agonía de la espera se recrea casi como si de una pesadilla infantil se tratase, mientras sus padres atienden en el salón a sus invitados el Marcel niño se lamenta, y la escalera que une el salón de las visitas de su habitación se muestra como un escollo casi insalvable, una barrera que solo su madre puede romper con un beso que le otorgue a su mundo infantil la razón de ser.
Una de las principales diferencias de la obra Proustiana, en contraposición con las de otros grandes autores como Balzac, Eça de Queirós o Dostoievsky, es que en Proust apenas existe un distanciamiento con el material narrado. Si en Las ilusiones perdidas, el protagonista Lucien de Rubempre tiene similitudes con el propio Balzac no deja, en ningún caso, de dar la sensación que la superioridad moral del autor es consciente en todo momento de lo que acontece, y si bien llega a sentir amor por sus personajes, la implicación emocional con la que Proust narra la vida lo hace más visceral, como si personaje creado y autor se retroalimentasen consumiéndose en una agonía que solo desemboca en la muerte.

La verdadera vida, la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida, por consiguiente, plenamente vivida, es la literatura: esa vida que en cierto sentido vive a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista, pero no la ven, porque no intentan aclararla.

Este fragmento perteneciente al último de los siete volúmenes (El tiempo recobrado) que dan forma a su gran obra muestra el verdadero sentir del artista. Un auténtico manifiesto vital de latente romanticismo, casi doloroso. Por eso En busca del tiempo perdido se erige como cumbre de lo que los artistas han pretendido desde el inicio de los tiempos, y que no es solo la constatación de un suceso, sino el intentar dar forma a ese suceso. Integrarlo en la propia vida y concederle un significado. Por eso, los grandes escultores del tiempo (escritores y cineastas) tratan los mismos temas, y podemos discernir que la forma de mostrar el amor maternal en Proust es la misma con la que John Ford nos la enseña en Que verde era mi valle o en Las uvas de la ira; la infancia como espacio-tiempo en el que se comienza a gestar la persona, igual que lo hará Renoir en El rio, o Laugthon en La noche del cazador, Mulligan, en Matar a un ruiseñor o Dickens, en David Cooperfield; también muestra la juventud como momento en el que aparece un nuevo ser, igual que los jóvenes sesentayochistas de Garrel en les amants reguliers, los rebeldes sin causa de Nicholas Ray, o un Kerouac que deambula por las jazzisticas noches de En el camino; Proust se posa sobre la pasión de la misma manera que Pialat, Chateaubriand, Mizoguchi o Truffaut; sobre el tedio como Boudelaire, Antonioni o Cassavettes; sobre la vejez como Ozu en Cuentos de Tokio o McCarey en Dejad paso al mañana; y retrata la muerte como un Shakespeare desbocado. Pero de lo que más nos habla Proust es del desengaño, de que el ser es victima y no solo resultado de su recuerdo, y de la imposibilidad de alcanzar la imagen idealizada pues esta no es indivisible a su condición de efímera, como nos enseñó Hitchcock en Vértigo o Voltaire en Cándido.


Lo genial de los maestros radica en su humanidad. Aproximadamente a la mitad de Sodoma y Gomorra (libro 4 de En busca del tiempo perdido) hay un fragmento casi irrelevante para el devenir de la trama (si es que en algún momento se pudiese hablar de trama) que desgarra por lo humano de lo narrado.

(…) en aquella hora, más verídica, en que mis ojos se cerraron para las cosas exteriores; el mundo del sueño, en cuyo umbral la inteligencia y la voluntad, momentáneamente paralizadas, ya no podían protegerme contra la crueldad de mis impresiones verdaderas; reflejó, refractó, la dolorosa síntesis de la supervivencia y de la nada, en la profundidad orgánica y vuelta translúcida de las vísceras misteriosamente iluminadas. Mundo del sueño en el que el conocimiento interno, colocado bajo la dependencia de los trastornos de nuestros órganos, acelera el ritmo del corazón o de la respiración, porque una misma dosis de espanto, tristeza, remordimiento, actúa, con una potencia centuplicada, si se la inyecta así en nuestras venas; en cuanto nos hemos embarcado, para recorrer las arterias de la ciudad subterránea, sobre las olas negras de nuestra propia sangre como sobre un Leteo interior de séxtuples repliegues, grandes figuras solemnes se nos aparecen, nos abordan y nos abandonan, dejándonos deshechos en lágrimas. (...)


En busca del tiempo perdido ejemplifica mejor que ninguna otra obra aquello que todos los grandes escritores y cineastas tienen en común: la imprenta de lo humano. Y pese a que lo humano es imperfecto, retrata la esencia de lo verdadero. Godard dijo: el cine es verdad a 24 fotogramas por segundo y lo mismo se podría decir de la literatura. Los auténticos artistas no esculpen un pasaje emotivo, capturan la emoción directa, el retrato de lo terrorífico no es sino terror, y las relaciones amorosas son vistas como una quimera, concretada o no, que condiciona ese camino en ocasiones feliz, otras cruel, pero casi siempre abrasivo, y finalmente trágico, que es la vida.

martes, 29 de abril de 2014

MUÑECOS INFERNALES (Todd Browning, 1936)


Marcel y Lavond, el primero científico, el segundo banquero, escapan de la prisión de la Isla del Diablo, y buscan refugio en la casa de Marcel. A su llegada el científico revela el secreto al que ha consagrado su vida: una extraña pócima con el poder de minimizar a las personas para que sus organismos requieran menos alimentos, y ayudar así a hacer sostenible a la raza humana. Una conducta altruista que contrasta con el personaje de Lavond, cuya única meta aparente es la de la venganza contra los tres socios que le condujeron a la carcel. Al resultar víctima de un ataque, Marcel muere, y el banquero ve la opción de valerse de su invento para saldar su deuda. Alentado por Malita, la ama de llaves de Marcel, Lavond va a París en busca de sus presas, ataviado bajo la figura de una entrañable anciana.

Uno de los elementos principales en el cine de Browning es la ambigüedad de sus personajes, y como lo bueno y lo malo pueden no ser valores intrínsecos a la persona, sino que variando las situaciones modifica la perspectiva de los actos. Lo que antes era bueno, puede tornarse malvado, y viceversa. Pero esta ambigüedad muchas veces viene dada por el contexto en el que se van revelando los acontecimientos al espectador. De esta manera el, en apariencia, malvado Lavond se manifiesta como un padre preocupado, cuya única meta es la de limpiar su nombre a ojos de su hija, alcanzando su cenit en un final más propio de un drama o de una comedia ligera que de una película de terror. El encuentro de Lavon con su hija en la cima de la Torre Eiffel parece la versión paterno filial que antecedería al Tu y yo de McCarey (aunque realmente esto es más una analogía que una influencia). Y es que uno de los grandes méritos de Browning era el de moverse por los géneros. Si bien prácticamente es unánime el considerarle un director de género fantástico, no lo es menos que en la inmensa mayoría de las películas que he podido ver no hace sino sumergirse en él mediante otros géneros, o llegar a estos a través del terror. Sus películas son como una travesía.

Para el recuerdo quedan dos secuencias imborrables. El primer ataque, en el que una mujer reducida al tamaño de una muñeca cobra vida y lentamente avanza al encuentro de su víctima. La superposición de imágenes y el decorado gigante, integran a la perfección a los diminutos personajes, y la música constante durante la secuencia no hace sino magnificar los elementos surrealistas.
La segunda secuencia es aquella en la que otro ser diminuto suspendido en el adorno navideño de un árbol, desciende hacia el banquero. Queda patente, en estas dos secuencias el esfuerzo de Browning por descontextualizar dos elementos puramente infantiles y festivos (la muñeca infantil, el adorno navideño) creando así un contraste mayor, y haciendo que las pocas secuencias netamente terroríficas cobren mayor fuerza por contraposición.

Sin duda estamos ante una de las obras mayores del cine de los años 30, y una de las más perversas, bellas y fascinantes de la filmografía de un autor que aquí daba ya sus últimos coletazos antes de despedirse definitivamente del cine con Miracles for Sale, en 1939.
UN ENEMIGO DEL PUEBLO (Henrik Ibsen, 1882)



El doctor Thomas Stockmann es poseedor de una verdad, una verdad dolorosa y cruel con su comunidad, pero una verdad irrefutable. Las aguas del balneario del pueblo tienen un elemento nocivo para la salud y tiene que ser sometido a una costosa rehabilitación para poder seguir funcionando. Su verdad se verá sometida a los intereses económicos de la clase política. A la imposibilidad de esta de dar soluciones reales a hechos concretos. Y a lo absurdo de una burocracia que se antepone a los problemas reales del hombre. En este caso la salud, la vida. Este enfrentamiento entre el héroe de valores anacrónicos (Thomas Stockmann) en un mundo despojado de una verdadera moral, con la clase política (personificada en su propio hermano, el alcalde Hans Stockmann) y los medios de comunicación (Haustad y Billing), se convertirá en una batalla épica entre la razón objetiva y la estulticia de las masas.
El doctor Stockmann es un poeta, el único personaje que se mueve por la justicia. Al inicio de la obra se nos muestra como una persona noble e ingenua. Sin egoísmo ni maldad. Es el héroe guiado por la razón y ajeno a la regla del juego, esa regla que guía los pasos de las masas en todas las capas de la sociedad. Si en Renoir era el fingido equilibrio amoroso de una burguesía que se engañaba a si misma, en Ibsen es el ocultar directamente las verdades bajo el amparo de la conveniencia económica y social. Hasta el acto cuarto Stockmann es ingenuo, porque permanece ajeno al pueblo, en un sentido físico. La palabra pueblo es vista como algo absoluto, algo inherente a la persona (Stockmann pasó largos años en el Norte, con el único deseo de volver algún día a su pueblo), algo a lo que hay que proteger y resguardar. Tras una serie de disputas con la oposición, el doctor se dispone a dar una conferencia en la que pueda explicar a los habitantes del pueblo los problemas del balneario, cuando su intervención es boicoteada por su hermano y demás fuerzas políticas y de comunicación. De manera burda y demagoga consiguen enfrentar al pueblo con el doctor, que horrorizado por el espectáculo parece ver la luz y transformarse en una especie de superhombre, guiado por la razón, que derriba toda corrección que oculta las verdades dolorosas. El pueblo es ignorante, y por supuesto no todas las personas somos iguales. El doctor comienza rogando al pueblo un entendimiento que le es negado sin razón, y cuando cansado y dolido ataca con verdades se convierte inmediatamente en un enemigo del pueblo. En un enemigo de la masa. Y yo creo que cualquier persona brillante tiene que ser enemigo de la masa.
A partir de ese momento el doctor experimenta una renovación en su pensar. Los acontecimientos le hacen reivindicar su idea, y distanciarse irreparablemente de su pueblo. Ya no desea su comprensión, desea una especie de venganza en la que revelar la verdad sea el único triunfo, en mostrar la verdadera cara de la nobleza a una masa que, ajena a ella, es también ajena a la belleza. Pura fuerza bruta.
El final de la obra es la declaración de intenciones de un hombre convencido de si mismo, que desea ser el mismo quien instruya a sus propios hijos para que no caigan en el error del hombre mediocre. En uno de los momentos finales Stockmann reza ¡Ahora soy el hombre más fuerte del mundo! Y ciertamente esa es la sensación que da. Probablemente aquel que posea la verdad, seguirá siendo el vencedor a pesar de perder en la batalla. En ese sentido me parece que esta obra de Ibsen no es sino el retrato de un cambio en la percepción de un hombre justo, pero en en relación a sus ideales, sino al contexto en el que se permite que las almas nobles sean apaleadas.

Publicada en 1882, Un enemigo del pueblo se erige como una de las cumbres de Henrik Ibsen. Son evidentes los paralelismos que se podrían encontrar entre la sociedad descrita en la obra (finales del siglo XIX) y la actual. Y da que pensar hasta que punto los medios de comunicación tienen un determinado peso en la conciencia social de las personas. Yo no la veo como una fabula ecologista, ni como una defensa a ultranza de nuestro patrimonio natural aunque por supuesto también se puede interpretar así. Sino como un alegato en favor de la justicia y la verdad. Es curioso, en ese sentido, el personaje de Holster, capitán de barco y por lo que se desprende de la narración, el único amigo real del doctor Stockmann. Me parece de gran importancia el detalle de que sea capitán de barco. Es una persona solitaria, ajena a los postulados sociales que de manera hipócrita rigen al pueblo, no es solo un detalle romántico, es una justificación de una determinada manera de actuar frente al mundo. Cuando el pueblo vuelve la espalda al doctor Stockmann él es el único que muestra su respaldo. Y no lo hace de manera enfática, recalcando el valor de la amistad y exacerbando valores que por si solos ya tienen el peso suficiente. Sino que lo hace desde un cierto distanciamiento, casi con frialdad, como si, en contra de lo evidenciado por el pueblo, los valores de la justicia se cayesen por su propio peso.

Hay algo común en todas las obras que he podido leer de Ibsen, y es que su protagonista, siempre se ve movido por un acontecimiento que lo trasciende y lo zarandea, para finalmente obrar en él una transformación. En algunas ocasiones, como en Pato Salvaje, esto acaba tornándose en tragedia irreparable. O haciendo que su protagonista termine debilitado, como en La casa de muñecas. Pero en Un enemigo del pueblo, la sensación final es de euforia. Es como si el protagonista se convirtiese en ese hombre superior del que hablaba Nietzsche en su Zaratustra, y ahora sí fuese un héroe.