EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO (Marcel Proust, 1913-1922)
Mucho
tiempo llevo acostándome temprano...
en esas horas en las que la mente vuela recapitulando los
innumerables sucesos que forman el ser, creo discernir en la
literatura la forma verbalizada mediante la cual el hombre intenta
atrapar lo intangible, perdurar en el tiempo. La razón de la
literatura es responder subjetivamente a preguntas sin respuesta,
intentando buscar una verdad. En ese momento en que las hadas del
ensueño cubren con un velado halo de placidez el sinsentido de la
vida, cuando la inconsciencia nos revela la verdadera significación
del yo, en ese punto es donde parece nacer un Proust casi virgen que
nos guiará a través de sus vivencias. A mi parecer,
En busca del
tiempo perdido define mejor que ninguna otra obra lo que la
literatura en concreto y el arte en general es capaz de alcanzar, que
no es otra cosa que intentar plasmar la vida mediante la observación
de unos retazos a los que el tiempo da forma.
La obra de Proust que
nace en la infancia y que, inevitablemente termina con la muerte, es
un recorrido vital absolutamente autoconsiente, en el que las figuras
deambulan como fantasmas con diferentes significados, y que solo
mediando el tiempo se concretan. Asi pues, la Gilbert de Por el
camino de Swann, no es la misma Gilbert de A la sombra de la
muchachas en flor, aunque se trate del mismo personaje, el prisma
es diferente, la percepción de Marcel (personaje o autor, tanto da)
se modifica a la vez que sus vivencias. La Gilbert idealizada que
surge como anhelo del subconsciente se nos revela mas tarde como una
mujer pueril, despojada de toda gracia, en la que las cenizas de una
pasión ya marchita no son capaces de otorgar algo de luz al
recuerdo. Lo mismo que sucede a Albertine, personaje que deambula
entre el amor más desgarrado y doloroso, y el aborrecimiento. Solo
hay dos personajes sobre los que apenas existen variaciones
sustanciales a lo largo de la obra: La madre y la abuela, el origen
creador, e idealizado por el propio Proust. De esta forma podemos ver
como para el autor, los únicos sujetos en los que las variaciones
son intangibles, son aquellos que estaban en el propio origen, y que
son vistos no como elementos externos al protagonista, sino como
parte de su propio ser. Al ser preguntado Marcel Proust por su ideal
de la infelicidad contestó que sería estar separado de mama.
Afirmación reveladora que ya
anticipaba uno de los segmentos más hermosos de toda su obra, aquel
en el que un pequeño Marcel espera paciente en su cuarto a que su
madre suba por las escaleras para darle un beso de buenas noches. La
agonía de la espera se recrea casi como si de una pesadilla infantil
se tratase, mientras sus padres atienden en el salón a sus invitados
el Marcel niño se lamenta, y la escalera que une el salón de las
visitas de su habitación se muestra como un escollo casi insalvable,
una barrera que solo su madre puede romper con un beso que le otorgue
a su mundo infantil la razón de ser.
Una
de las principales diferencias de la obra Proustiana, en
contraposición con las de otros grandes autores como Balzac, Eça de
Queirós o Dostoievsky, es que en Proust apenas existe un
distanciamiento con el material narrado. Si en Las ilusiones
perdidas, el protagonista Lucien de Rubempre tiene similitudes con el
propio Balzac no deja, en ningún caso, de dar la sensación que la
superioridad moral del autor es consciente en todo momento de lo que
acontece, y si bien llega a sentir amor por sus personajes, la
implicación emocional con la que Proust narra la vida lo hace más
visceral, como si personaje creado y autor se retroalimentasen
consumiéndose en una agonía que solo desemboca en la muerte.
La verdadera vida, la
vida por fin descubierta y aclarada, la única vida, por
consiguiente, plenamente vivida, es la literatura: esa vida que en
cierto sentido vive a cada instante en todos los hombres tanto como
en el artista, pero no la ven, porque no intentan aclararla.
Este
fragmento perteneciente al último de los siete volúmenes (El
tiempo recobrado) que dan forma
a su gran obra muestra el verdadero sentir del artista. Un auténtico
manifiesto vital de latente romanticismo, casi doloroso. Por eso En
busca del tiempo perdido se erige como cumbre de lo que los artistas
han pretendido desde el inicio de los tiempos, y que no es solo la
constatación de un suceso, sino el intentar dar forma a ese suceso.
Integrarlo en la propia vida y concederle un significado. Por eso,
los grandes escultores del tiempo (escritores y cineastas) tratan los
mismos temas, y podemos discernir que la forma de mostrar el amor
maternal en Proust es la misma con la que John Ford nos la enseña en
Que verde era mi valle
o en Las uvas de la ira;
la infancia como espacio-tiempo en el que se comienza a gestar la
persona, igual que lo hará Renoir en El rio,
o Laugthon en La noche del cazador,
Mulligan, en Matar a un ruiseñor
o Dickens, en David Cooperfield;
también muestra la juventud como momento en el que aparece un nuevo
ser, igual que los jóvenes sesentayochistas
de Garrel en les amants reguliers,
los rebeldes sin causa de Nicholas Ray, o un Kerouac que deambula por
las jazzisticas noches de En el camino;
Proust se posa sobre la pasión de la misma manera que Pialat,
Chateaubriand, Mizoguchi o Truffaut; sobre el tedio como Boudelaire,
Antonioni o Cassavettes; sobre la vejez como Ozu en Cuentos
de Tokio o McCarey en Dejad
paso al mañana; y retrata la
muerte como un Shakespeare desbocado. Pero de lo que más nos habla
Proust es del desengaño, de que el ser es victima y no solo
resultado de su recuerdo, y de la imposibilidad de alcanzar la imagen
idealizada pues esta no es indivisible a su condición de efímera,
como nos enseñó Hitchcock en Vértigo o
Voltaire en Cándido.
Lo
genial de los maestros radica en su humanidad. Aproximadamente a la
mitad de Sodoma y Gomorra
(libro 4 de En busca del tiempo perdido)
hay un fragmento casi irrelevante para el devenir de la trama (si es
que en algún momento se pudiese hablar de trama) que desgarra por lo
humano de lo narrado.
(…) en aquella
hora, más verídica, en que mis ojos se cerraron para las cosas
exteriores; el mundo del sueño, en cuyo umbral la inteligencia y la
voluntad, momentáneamente paralizadas, ya no podían protegerme
contra la crueldad de mis impresiones verdaderas; reflejó, refractó,
la dolorosa síntesis de la supervivencia y de la nada, en la
profundidad orgánica y vuelta translúcida de las vísceras
misteriosamente iluminadas. Mundo del sueño en el que el
conocimiento interno, colocado bajo la dependencia de los trastornos
de nuestros órganos, acelera el ritmo del corazón o de la
respiración, porque una misma dosis de espanto, tristeza,
remordimiento, actúa, con una potencia centuplicada, si se la
inyecta así en nuestras venas; en cuanto nos hemos embarcado, para
recorrer las arterias de la ciudad subterránea, sobre las olas
negras de nuestra propia sangre como sobre un Leteo interior de
séxtuples repliegues, grandes figuras solemnes se nos aparecen, nos
abordan y nos abandonan, dejándonos deshechos en lágrimas. (...)
En
busca del tiempo perdido
ejemplifica mejor que ninguna otra obra aquello que todos los grandes
escritores y cineastas tienen en común: la imprenta de lo humano. Y
pese a que lo humano es imperfecto, retrata la esencia de lo
verdadero. Godard dijo: el cine es verdad a 24 fotogramas
por segundo y lo mismo se podría
decir de la literatura. Los auténticos artistas no esculpen un
pasaje emotivo, capturan la emoción directa, el retrato de lo
terrorífico no es sino terror, y las relaciones amorosas son vistas
como una quimera, concretada o no, que condiciona ese camino en
ocasiones feliz, otras cruel, pero casi siempre abrasivo, y
finalmente trágico, que es la vida.