Tiene algo de fundacional toda la obra
de Kerouac, en ese imaginario colectivo, que incesantemente remite a
las “visiones” de la forja de América. Como Ford retrataba el
inicio y fin de una era, Kerouac hace lo propio con su generación.
Quizá Visiones de Cody no tenga la calidez de En el camino, ni el
misticismo de Los vagabundos del Darhma. Trazando una analogía con
su adorado Joyce podríamos decir que, si las últimas citadas son
Dublineses, Visiones de Cody es Ulisses. Pues se compone de retazos
que distan entre si no solo cronológica, sino también
estéticamente. En el libro, las ideas se convierten en espacio y
tiempo, es decir, en realidad. Una realidad alterada y subjetiva pero
a su vez icónica.
En las casi 600 páginas de Visiones de
Cody, Kerouac utiliza diferentes recursos narrativos que van desde
las descripciones clásicas, al monólogo interior o la trasncripción
de diálogos grabados, pero también se nutre de recursos cercanos al
cine, en las descripciones de planos y en la utilización de la
simbología (sin contar las alusiones directas que van desde Preston
Sturgues a Leisien), y a la música, en un conjunto de estructuras (o
capas) que se van repitiendo con notables variaciones. Por que al fin
y al cabo, la obra de Kerouc se compone de muchos caminos que van a
dar a uno solo. La razón de un camino, es la razón del caminar. La
búsqueda de lo intangible a través de la propia fisicidad humana,
de un acto mecánico que nos advierte de nuestra condición efímera,
pero que a su vez intenta discernir un por qué compasivo a su propio
devenir. Porque todo se resume en alcanzar una liberación, y no una
liberación fisica, sino espiritual, a través de un recorrido que
soslaya lo ajeno, con el tiempo como único enemigo en una batalla
quijotesca por alcanzar una sinfonía en que las notas resuenen
eternamente.
Kerouac se podría asemejar a esos
genios malditos como Nicholas Ray, Samuel Fuller, Charles Bukowski
o Thomas
Bernhard
que parecen no vivir en el mundo sino nutrirse
directamente de él. El mundo de Visiones de Cody esta plagado de
alcohol, drogas, carreteras, viejos Cadillacs corriendo al son de los
acordes de John Coltraine y la geografía americana, de las
imponentes urbes al desierto, de los cálidos veranos en México a las
tardes lluviosas en San Francisco. Parece abarcarlo todo y dar a cada
situación el detenimiento justo según el momento, de esta manera
podemos ver como en ocasiones solo requiere de dos párrafos para
finiquita un viaje de Boston a Los Ángeles, mientras que otras veces
necesita páginas para hablar de un porro concreto o de una
borrachera. También las elipsis juegan un papel importante en la
pulsión interna de la obra, ya que ejercen el papel de fracturas
temporales que en ocasiones sirven para dilatar el tiempo o para
acelerarlo, quizá influencia directa de su admirado Proust. Pero por
encima de toda su apabullante destreza narrativa o de los múltiples
juegos formales, lo más paradigmático de Kerouac a mi parecer es el
aire de nostalgia que impregna toda su obra, ese sentir por la
fugacidad del tiempo en una generación crepuscular desde la cuna, y
una tenue ingenuidad que hace que todas las cosas sean narradas (y
vividas) como si fuese la primera y la ultima vez.
Adiós, tú que viste caer el sol
junto a las vías, a mi lado, sonriendo-
Adios, Rey.

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