Lilith

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martes, 6 de mayo de 2014

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO  (Marcel Proust, 1913-1922)



Mucho tiempo llevo acostándome temprano... en esas horas en las que la mente vuela recapitulando los innumerables sucesos que forman el ser, creo discernir en la literatura la forma verbalizada mediante la cual el hombre intenta atrapar lo intangible, perdurar en el tiempo. La razón de la literatura es responder subjetivamente a preguntas sin respuesta, intentando buscar una verdad. En ese momento en que las hadas del ensueño cubren con un velado halo de placidez el sinsentido de la vida, cuando la inconsciencia nos revela la verdadera significación del yo, en ese punto es donde parece nacer un Proust casi virgen que nos guiará a través de sus vivencias. A mi parecer, En busca del tiempo perdido define mejor que ninguna otra obra lo que la literatura en concreto y el arte en general es capaz de alcanzar, que no es otra cosa que intentar plasmar la vida mediante la observación de unos retazos a los que el tiempo da forma.
La obra de Proust que nace en la infancia y que, inevitablemente termina con la muerte, es un recorrido vital absolutamente autoconsiente, en el que las figuras deambulan como fantasmas con diferentes significados, y que solo mediando el tiempo se concretan. Asi pues, la Gilbert de Por el camino de Swann, no es la misma Gilbert de A la sombra de la muchachas en flor, aunque se trate del mismo personaje, el prisma es diferente, la percepción de Marcel (personaje o autor, tanto da) se modifica a la vez que sus vivencias. La Gilbert idealizada que surge como anhelo del subconsciente se nos revela mas tarde como una mujer pueril, despojada de toda gracia, en la que las cenizas de una pasión ya marchita no son capaces de otorgar algo de luz al recuerdo. Lo mismo que sucede a Albertine, personaje que deambula entre el amor más desgarrado y doloroso, y el aborrecimiento. Solo hay dos personajes sobre los que apenas existen variaciones sustanciales a lo largo de la obra: La madre y la abuela, el origen creador, e idealizado por el propio Proust. De esta forma podemos ver como para el autor, los únicos sujetos en los que las variaciones son intangibles, son aquellos que estaban en el propio origen, y que son vistos no como elementos externos al protagonista, sino como parte de su propio ser. Al ser preguntado Marcel Proust por su ideal de la infelicidad contestó que sería estar separado de mama. Afirmación reveladora que ya anticipaba uno de los segmentos más hermosos de toda su obra, aquel en el que un pequeño Marcel espera paciente en su cuarto a que su madre suba por las escaleras para darle un beso de buenas noches. La agonía de la espera se recrea casi como si de una pesadilla infantil se tratase, mientras sus padres atienden en el salón a sus invitados el Marcel niño se lamenta, y la escalera que une el salón de las visitas de su habitación se muestra como un escollo casi insalvable, una barrera que solo su madre puede romper con un beso que le otorgue a su mundo infantil la razón de ser.
Una de las principales diferencias de la obra Proustiana, en contraposición con las de otros grandes autores como Balzac, Eça de Queirós o Dostoievsky, es que en Proust apenas existe un distanciamiento con el material narrado. Si en Las ilusiones perdidas, el protagonista Lucien de Rubempre tiene similitudes con el propio Balzac no deja, en ningún caso, de dar la sensación que la superioridad moral del autor es consciente en todo momento de lo que acontece, y si bien llega a sentir amor por sus personajes, la implicación emocional con la que Proust narra la vida lo hace más visceral, como si personaje creado y autor se retroalimentasen consumiéndose en una agonía que solo desemboca en la muerte.

La verdadera vida, la vida por fin descubierta y aclarada, la única vida, por consiguiente, plenamente vivida, es la literatura: esa vida que en cierto sentido vive a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista, pero no la ven, porque no intentan aclararla.

Este fragmento perteneciente al último de los siete volúmenes (El tiempo recobrado) que dan forma a su gran obra muestra el verdadero sentir del artista. Un auténtico manifiesto vital de latente romanticismo, casi doloroso. Por eso En busca del tiempo perdido se erige como cumbre de lo que los artistas han pretendido desde el inicio de los tiempos, y que no es solo la constatación de un suceso, sino el intentar dar forma a ese suceso. Integrarlo en la propia vida y concederle un significado. Por eso, los grandes escultores del tiempo (escritores y cineastas) tratan los mismos temas, y podemos discernir que la forma de mostrar el amor maternal en Proust es la misma con la que John Ford nos la enseña en Que verde era mi valle o en Las uvas de la ira; la infancia como espacio-tiempo en el que se comienza a gestar la persona, igual que lo hará Renoir en El rio, o Laugthon en La noche del cazador, Mulligan, en Matar a un ruiseñor o Dickens, en David Cooperfield; también muestra la juventud como momento en el que aparece un nuevo ser, igual que los jóvenes sesentayochistas de Garrel en les amants reguliers, los rebeldes sin causa de Nicholas Ray, o un Kerouac que deambula por las jazzisticas noches de En el camino; Proust se posa sobre la pasión de la misma manera que Pialat, Chateaubriand, Mizoguchi o Truffaut; sobre el tedio como Boudelaire, Antonioni o Cassavettes; sobre la vejez como Ozu en Cuentos de Tokio o McCarey en Dejad paso al mañana; y retrata la muerte como un Shakespeare desbocado. Pero de lo que más nos habla Proust es del desengaño, de que el ser es victima y no solo resultado de su recuerdo, y de la imposibilidad de alcanzar la imagen idealizada pues esta no es indivisible a su condición de efímera, como nos enseñó Hitchcock en Vértigo o Voltaire en Cándido.


Lo genial de los maestros radica en su humanidad. Aproximadamente a la mitad de Sodoma y Gomorra (libro 4 de En busca del tiempo perdido) hay un fragmento casi irrelevante para el devenir de la trama (si es que en algún momento se pudiese hablar de trama) que desgarra por lo humano de lo narrado.

(…) en aquella hora, más verídica, en que mis ojos se cerraron para las cosas exteriores; el mundo del sueño, en cuyo umbral la inteligencia y la voluntad, momentáneamente paralizadas, ya no podían protegerme contra la crueldad de mis impresiones verdaderas; reflejó, refractó, la dolorosa síntesis de la supervivencia y de la nada, en la profundidad orgánica y vuelta translúcida de las vísceras misteriosamente iluminadas. Mundo del sueño en el que el conocimiento interno, colocado bajo la dependencia de los trastornos de nuestros órganos, acelera el ritmo del corazón o de la respiración, porque una misma dosis de espanto, tristeza, remordimiento, actúa, con una potencia centuplicada, si se la inyecta así en nuestras venas; en cuanto nos hemos embarcado, para recorrer las arterias de la ciudad subterránea, sobre las olas negras de nuestra propia sangre como sobre un Leteo interior de séxtuples repliegues, grandes figuras solemnes se nos aparecen, nos abordan y nos abandonan, dejándonos deshechos en lágrimas. (...)


En busca del tiempo perdido ejemplifica mejor que ninguna otra obra aquello que todos los grandes escritores y cineastas tienen en común: la imprenta de lo humano. Y pese a que lo humano es imperfecto, retrata la esencia de lo verdadero. Godard dijo: el cine es verdad a 24 fotogramas por segundo y lo mismo se podría decir de la literatura. Los auténticos artistas no esculpen un pasaje emotivo, capturan la emoción directa, el retrato de lo terrorífico no es sino terror, y las relaciones amorosas son vistas como una quimera, concretada o no, que condiciona ese camino en ocasiones feliz, otras cruel, pero casi siempre abrasivo, y finalmente trágico, que es la vida.

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