Lilith

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miércoles, 15 de abril de 2015

¡Hasta siempre, Don Manoel!


Es difícil comprender la pena que me causa el fallecimiento de Don Manoel de Oliveira a los 106 años de edad, quizá porque como nos sucede a quienes admiramos su obra y su figura teníamos la certeza de que era inmortal. Un hombre al que la centena se le hizo corta, y que ya entrado en el siglo nos legó Singularidades de una chica rubia, El extraño caso de angélica, Gebo et l'ombre y El viejo de Belén. Cuatro películas que sepultarían filmografías enteras.
Era, Don Manoel, uno de los últimos eslabones de una estirpe ya casi extinta, formada por esa aristocracia intelectual fundamentada en una percepción casi ascética y arcaizante, que él obtuvo de los Jesuitas. Profundo admirador de la literatura portuguesa adaptó en una o varias ocasiones textos u obras de Castelo Branco, Antonio Viera, Eça de Queirós, José Regio o Agustina Bessa-Luis. También adaptó algunos clásicos de la literatura universal como a Dante o Madame de La Fayette. No obstante Oliveira siempre ensalzó la autonomía del cine como un tipo de cultura elevada y moderna que va mucho más allá de ser un arte parasitario. Él fue un visionario capaz de decir en 1933 que "...Es por tanto necesario acabar con el cine-negocio. Es necesario arrancar la industria del cine de las garras nefastas del capitalismo. Es necesario que el cine sea apenas esto: un órgano de creación artística y de acción educativa y social...".
Y es en ese punto en el que Oliveira trabajó durante casi noventa años. En las nuevas formas de expresión de un arte que podía y debía acercar la cultura a las nuevas generaciones. Una utopía propia del mayor de los románticos al que ni Salazar, ni la censura, sino solo el tiempo, pudo detener.

Decía Don Manoel que sus cineastas más admirados eran Flaherty, Rossellini, Mizoguchi, Bresson, Buñuel, Jean Marie Straub y Danielle Huillete. De Flaherty heredo la mirada escrutadora que inició su cine con Douro, faina fluvial (1931); con Rossellini tenia en común esa visión neorrealista que ambos comenzaron en los años cuarenta (aniki Bóbó es una muestra de neorrealismo hecha en 1942, es decir, no anterior a la eclosión del género en Italia), y que poco a poco fueron derivando en esas ansias de didactismo historicista que impregnaron sus películas sobretodo a partir de los años 70; de Mizoguchi heredó un cierto sentido de la épica intimista; de Bresson la sobriedad de sus modelos interpretativos; de Buñuel ese punto perverso que moró en algunas de sus mejores películas como El valle de Abraham (1992) o Francisca (1981), además del evidente homenaje que supuso Belle Toujours (2006); y que decir de los Straub, seguramente la pareja de cineastas con las que más paralelismos se pueden resaltar, quizá porque junto a él han sido las voces más inquietas en la busqueda de esas nuevas vías de expresión que van desde la captación de la música como elemento no solo estético sino conceptual, el ascetismo de su puesta en escena, la admiración por los clásicos de la literatura y su constante interés por (re)adaptarlos, el interés por la Historia y por la humanidad, porque hablar de Oliveira es hablar también de su profundo humanismo hacia una sociedad cada vez más frívola y desmemoriada, un hombre de valores anacrónicos en un mundo cambiante al que supo retratar desde esa perspectiva que solo otorga el tiempo y las vivencias.


Ganó premios en Venecia, Berlín o Cannes, además de una tardía aunque merecidísima Palma de oro en 2008. Trabajó con Marcello Mastroianni, Jeanne Moreau, Michel Piccoli, Catherine Deneuve o John Malkovich, además de con sus apreciados Luis Miguel Cintra y Leonor Silvera. Fue venerado en los festivales más prestigiosos del mundo a los que acudía con asiduidad a pesar de su avanzada edad. Incansable lector, inagotable cineasta. Murió hace menos de quince días en Oporto, en su Porto da minha infancia que tantas veces retrato desde aquel primerizo Douro faina fluvial de 1931. Un lánguido fado de despedida resuena en las mortecinas callejuelas de una ciudad que sin duda alguna estará de luto por el adiós de uno de sus pensadores más ilustres. Descanse en Paz, maestro. 

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